Espero que os guste.
EL CARNICERO DEL TIÉTAR
- ¡Todos al coche!
- ¿Dónde vamos?
- A dar un paseo por el campo con los abuelos.
- ¡Nooo, qué rollo!
- ¿No será a coger poleo? –preguntó Sebas. Tenía un trauma especial con esa planta aromática y supuestamente tan saludable para el estómago. Había compartido con ella muchos viajes en coche (en los que Sebas solía vomitar) y, por algún raro mecanismo mental, oler el poleo le provocaba náuseas automáticamente.
- No, no, tú tranquilo.
Así es que enlataron a los cuatro niños en el R-6 y se fueron a buscar a los abuelos. Estos vivían en Almendral de la Cañada, un pueblo remoto, oculto entre las montañas y protegido por una carretera llena de trampas. Era estrecha y con más curvas que las Tres Gracias, y no era raro cruzarse en una de ellas con el coche de línea que hacía la ruta Sartajada – Benidorm.
Sin embargo Braulio, el padre de Sebas, conducía por ella de noche o con lluvia (como en aquella ocasión en que atropellaron un mochuelo) charlando tranquilamente con su mujer mientras sorbía una horchata Chufi.
Por fin llegaron al pueblo y, tras recorrer un par de calles sin asfaltar, el coche se detuvo. El abuelo Indalecio y la abuela Catalina estaban a la puerta de su casa, sentados en sillas plegables y charlando con unos vecinos. Sebas había escuchado que con algunos se llevaban mal, un asunto muy feo de gallinas y gatos. Pero debían ser otros.
Los nietos perdidos recibieron sus correspondientes achuchones y, sin saber cómo, en un segundo se encontraron con un vaso de leche y un bizcocho en la mano. Cuando terminaron, el abuelo se echó al hombro una azada, un pico y un hacha. “Un paseo por el campo” en la jerga del Tiétar significa talar algún tronco podrido, limpiar de maleza una finca o recolectar patatas, uvas o aceitunas, según la época.
- ¿Y cómo vamos a ir nosotros? –preguntó Sebas al ver que los abuelos se acomodaban en sus asientos.
- Vosotros, en plan aventurero –respondió su padre-. En el maletero. Espero que no nos pillen los Ángeles de la Carretera.
Dicho y hecho. Sebas y Martín buscaron un hueco entre las afiladas herramientas y partieron emocionados. Aquella era una nueva perspectiva. Era curioso ver cómo la carretera iba apareciendo por debajo del coche, como una inmensa cinta que saliera de un telar. Varios kilómetros y unas cuantas docenas de curvas más adelante, se detuvieron bajo una encina y descendieron del coche. Su padre y su abuelo cogieron las herramientas y se dedicaron a desbrozar no sé qué terreno mientras su madre y su abuela cogían higos y ¡maldición!, también poleo. Los muchachos se entretuvieron subiéndose a los árboles y jugando al escondite.
Cuando comenzó a oscurecer, subieron de nuevo al coche. Sebas y Martín iban más apretados, compartiendo espacio con dos cubos de higos y un gran ramo de poleo. En cuanto su padre cerró el portón, Sebas sintió cómo sus tripas protestaban, pero se aguantó. No quería vomitar delante de sus abuelos, eso sólo lo hacían los bebés. Y no le apetecía escuchar la conocida cantinela de su madre: “siempre nos da el viaje, podía avisar, no gano para lavadoras…”.
Sin embargo, la carretera se lo iba a poner difícil. Era más revirada que una boa constrictor, y en un momento hizo que su estómago se pusiera a centrifugar. El calor asfixiante y una fuga gaseosa de su abuelo no ayudaron precisamente. Y lo que tenía que pasar, pasó. Sebas hundió la cabeza en el cubo de higos más cercano y echó el bizcocho, la leche, y los macarrones con chorizo de la comida. Su padre entonó una letanía en arameo y detuvo el coche. La escena fue memorable: que si tiro el cubo entero, que cómo vamos a tirar los higos, que si se lavan y ya está, que si este niño siempre liándola…
Total, que a los pocos minutos continuaban el viaje con el fatídico cubo envuelto en una bolsa y todos los ocupantes tapándose la nariz. Pero lo mejor estaba por llegar: a la salida de una curva se encontraron de morros con un coche de la Benemérita que estaba agazapado a la orilla del camino. Un amable sargento hizo una seña para que el padre de Sebas se detuviera. El agente se dirigió al coche con una sonrisa satisfecha, como el león que afila sus colmillos a la vista del ñu que acaban de abatir sus empleadas.
Sebas pensó deprisa. Era su ocasión para ganarse el perdón de sus padres. Si evitaba que les pusieran una multa, le considerarían un héroe y se olvidarían de la vomitona. Pero no había escapatoria, estaba prohibido llevar ocupantes en el maletero. Entonces tuvo una gran idea. Buscó el botiquín caducado que su padre llevaba siempre y le dijo a su hermano:
- Martín, hazte el dormido y no te muevas pase lo que pase.
El guardia civil se apoyó en la ventanilla abierta de su padre.
- Buenas tardes.
- Bu… buenas tardes.
- ¿Permiso de conducir, por favor?
- Sí, cómo no.
- Ummmm… huele raro ¿no? Como a bicho muerto. ¿Podría abrir el maletero, por favor?
- Sólo llevo sandías de Lanzahíta.
- Pues alguna se le ha podrido. Ábralo, que quiero verlas.
Braulio bajó del coche y se dirigió a la parte trasera, rezando. Poco podía imaginar lo que se iba a encontrar al abrir el portón.
- ¡¡¡La virgen!!! –gritó el guardia civil mientras echaba mano de la pistola. Su compañero llegó corriendo.
Ante sus ojos había dos niños ensangrentados y aparentemente sin vida, y junto a ellos un hacha. Un olor pestilente les envolvió como una mortaja.
- ¡¡¡Al suelo!!! –gritaron apuntando a Braulio con sus armas.
- Pero… pero…
- ¡Una panda de maniacos! ¡Asesinos en serie! ¡Carniceros!
- ¿Dónde? –gritó el abuelo, asustado.
- ¡Bajen todos ahora mismo! ¡Y las manos a la vista!
El jaleo que siguió fue tal, que los guardias ni siquiera se dieron cuenta de que los niños también habían salido y levantaban las manos como los demás. Costó casi media hora que entendieran que todo había sido una broma de los susodichos, que la sangre no era sangre, sino mercromina, y a pesar de ello les hicieron acompañarles al cuartelillo. Estuvieron allí hasta bien entrada la noche.
- ¡Yo sólo quería ayudar! –repitió Sebas por decimoséptima vez- Que creyeran que íbamos de urgencias al hospital y por eso nos llevabais en el maletero.
Cuando por fin les dejaron salir, la abuela preparó huevos fritos con patatas para todos. Para todos menos para el padre de Sebas, al que el susto le había encogido el estómago. Menos mal que tenían poleo de sobra…
Menudo bicho el Sebas... me recuerda a alguien...mola,me mola mucho, me molas mucho
ResponderEliminarMuy bueno.. me recuerda tanto a mi Oscar y mi Mario... pero no por ir en el maletero precisamente!!!
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