EL CLAN DE LOS DESDENTADOS
- ¡Sebaaas! ¡Martííín!
La voz de su madre ascendió por el hueco de la escalera como un cohete, pero los chicos no se apresuraron a contestar. Creo que se olían que aquel chupinazo terminaría en traca.
- ¡Sebaaas! ¡Martííín!
- ¡Quéééé!
- ¡Bajad corriendo!
- ¡Eso es muy peligroso, nos podemos caer!
- ¡Bajad ahora mismo o vais a saber lo que es peligroso!
En un segundo estaban abajo, descalzos y en calzoncillos.
- ¿Todavía estáis así? –preguntó su madre soltando un suspiro- Mirad, he conocido a esta vecina, que también es de Madrid, y que tiene un hijo de vuestra edad. Se llama Marcos.
Sebas y Martín saludaron al tal Marcos, que les devolvió una sonrisa burlona a la que le faltaban los dos dientes paletos. Sebas se tapó un poco los calzoncillos. Su madre se la había vuelto a liar, como aquella vez en que le abrió la puerta del baño a su mejor amigo mientras decía “pasa, pasa, Sebas está en el Trono”. Desde aquel día siempre echaba el cerrojo. Además, empezó a entender lo que les decía el cura de la parroquia de San Roque (al que Dios le había concedido el don de atizar los capones más mortíferos del mundo): “El cuarto y el quinto mandamiento los pusieron porque si no, quedarían pocos padres sobre la faz de la tierra”.
El caso es que después de desayunar quedaron con Marcos en el parque de Sotillo, un cuadrilátero alambrado con medio palmo de arena, unos columpios de hierro y un olivo en el centro. Marcos les presentó a sus primos: Pablo, gordito y con cara bonachona, y los gemelos más distintos del mundo: Rickie y Roge. El primero era pelirrojo y con pecas, y tartaja, y el segundo, moreno como una castaña, no sabía pronunciar la erre. Sebas se fijó en que a todos menos a Rickie les faltaban varios dientes. Y eso que ya eran mayorcitos.
- Ggguickie, ¿jugamos a un gguescate? –dijo Roge.
- Co… Co… Como queráis –contestó Rickie, consultando con la mirada a Marcos, que era el mayor de los primos y a todas luces el cabecilla del clan.
- Mejor al columpio chino –dijo éste, con una sonrisa maliciosa-. Yo doy.
El columpio chino consistía en una columna con una rueda en lo alto, de la que colgaban varias cadenas terminadas en anillas.
- Tú montas a la siguiente –le dijo Marcos a Pablo-. Estás demasiado gordo.
El resto se agarró con fuerza de las anillas. Marcos les guiñó el ojo a Rickie y Roge, y se pusieron a correr los tres a la vez.
- Eh, ¿no daba Marcos? –dijo Sebas a duras penas, mientras el columpio cogía una velocidad vertiginosa y él y Martín alcanzaban la horizontal.
Giraban y giraban, cada vez más rápido. Los dedos les dolían, pero si se soltaban saldrían volando y se pegarían el morrazo padre.
- ¡Sebaaaas! –gritó Martín.
- ¡Aguantaaa!
- ¡Adiós!
Y Martín salió despedido. Sebas vio por el rabillo del ojo cómo caía varios metros más allá. Los tres primos se partían de risa, mientras aceleraban aún más.
- Maldita sea –murmuró entre dientes, con los dedos a punto de desollarse.
Pero entonces ocurrió algo que le salvó. Iban tan deprisa, que Rickie tropezó y cayó de boca en la única piedra que asomaba entre la arena. Su hermano Roge le aterrizó encima.
- ¡Gguecontgga!
El columpio se detuvo, y Sebas aprovechó para soltarse. Rickie se puso a escupir, y vio cómo entre la mezcla de arena, babas y sangre, caían dos piezas blancas y relucientes. Acababa de entrar por la puerta grande en el Clan de los Desdentados. Sus primos se lo llevaron llorando, y Sebas y Martín se sentaron aliviados en el tronco del olivo.
Entonces escucharon una voz.
- ¡Qué coña habéis tenido!
Miraron hacia la copa, pensando por un momento si aquel árbol era mágico, y entonces vieron a un chico que descendía ágil como un mono. El tamaño de sus orejas les hizo dudar si no tendría en efecto más genes de simio de la cuenta, y llevaba unas gafas gordas como culos de vaso, que hacían sus ojos tres veces más grandes de lo normal.
- Hola, me llamo Tobías –se presentó, tendiéndoles una mano sucia y llena de heridas-, pero todos me llaman Topo.
- ¿Por qué? –preguntó Martín, que todavía era inocente para ciertas cosas. Sebas le dio un codazo, mientras le estrechaba la mano al chico.
- Yo soy Sebas, y este es mi hermano Martín. ¿Qué hacías ahí arriba?
- Me huelo los problemas a un kilómetro. Y esos tíos –dijo señalando con la cabeza en la dirección en la que se habían ido los cuatro primos- olían peor que un kilo de boñigas. ¿Nos piramos, no sea que vuelvan?
Tenía un acento claramente indígena. Era más feo que pegar a un padre, y no se puede decir que fuese muy valiente, pero al menos parecía de fiar. Así es que le siguieron.
Atravesaron un agujero en la alambrada y, saltando un cercado, se alejaron por mitad de un campo de higueras.
Sebas aún no sabía que aquel terreno era del Tío Gregorio, que tenía una escopeta de cartuchos de sal y muy mala leche. Y tampoco sabía que aquella mañana había conocido a uno de los mejores amigos que tendría en la vida.

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