SEBAS 6 - EXILIADO
Este es el capítulo 6 de "Sebas en Sotillo", artículo que nunca llegó a ser publicado en El Periódico del Tiétar, por problemas de... de... ¡y yo qué sé!
- ¡DING-DONG! –sonó el timbre de la puerta. La madre de Sebas dio un respingo y soltó un sonoro ronquido. La habían pillado en plena siesta de sillón. Cuando abrió la puerta, aún medio dormida, y vio delante de ella a dos guardias civiles de uniforme, soltó un ronquido aún mayor y se dio contra el marco.
- Buenas tardes, señora –saludó Ruiz llevándose una mano a la gorra-. Nos gustaría hablar con usted.
- Pasen, pasen –respondió ella abriéndoles paso hacia el salón- ¿Qué ha sucedido, por Dios?
Sebas, que estaba arriba en su cuarto leyendo un tebeo de Superlópez, aguzó el oído.
- ¿Reconoce usted esto? –disparó Ortiz a bocajarro, y le mostró una cantimplora de aluminio abollada cubierta con fieltro verde. Sobre él, escritas a bolígrafo, se leían las siguientes iniciales: “S.G.M.”
- Parece la cantimplora de Sebas –respondió la mujer, sin comprender- ¿Dónde la han encontrado?
- En la iglesia.
- Vaya, me ha salido beato.
- No precisamente. ¿Dónde ha pasado la noche su hijo?
- Pues… con un amigo… un tal Bonito…
- Atún.
- Eso, Atún. Me dijo que se iban de acampada, por las Presillas para arriba…
Ruiz y Ortiz intercambiaron una mirada de suficiencia, como diciendo “pobre mujer, no se entera de nada”.
- Señora, parece que no estuvieron en las Presillas, sino haciendo pillerías. Esta cantimplora no entró a la iglesia por la puerta. Atravesó la vidriera. Algún gamberro la utilizó para destrozarla. Y ese mismo gamberro tendrá que pagar las consecuencias. Que pueden ser graves.
Sebas se levantó como un resorte ¡Su cantimplora! Abrió la mochila que había llevado a su excursión nocturna al castillo de La Adrada. Todavía estaba tal cual la había traído, ocupado en el estudio del vuelo de las moscas no había tenido tiempo de recogerla. Revolvió su contenido, lo volcó sobre la cama y ¡maldición! La cantimplora no estaba. Entonces le vino a la mente como un bofetón la imagen del Topo aquella mañana, ya de vuelta en Sotillo, echando un trago de ella, retrasándose un momento para ajustar por enésima vez el tornillo de sus gafotas… Y nada más. ¡Se habían dejado la cantimplora en las escaleras de la iglesia! Y alguien la había utilizado para cargarse la vidriera.
¿Cómo iba a demostrar que no había sido él? Sólo tenía su cara de bueno, que con el pelo revuelto y las manchas de tomate frito de los espaguetis, no quedaba nada convincente. Además ya tenía antecedentes con Ruiz y Ortiz, de la vez que se coló con el Topo en el circo de Sotillo. Y con la fama que tenía el Atún… Con otro bofetón, le llegaron imágenes de su tierno cuerpecito picando piedra entre los muros de un penal, rodeado de delincuentes de la peor calaña y condición…
¡Tenía que huir! No había otra solución. Enviaría a sus padres una carta desde Argentina, diciéndoles que estaba bien y que había emprendido una nueva vida.
Con lágrimas en los ojos, se echó de nuevo la mochila al hombro y se descolgó por la encina que había junto a su ventana. Afortunadamente tenía la bici en la parte de atrás y pudo cogerla sin que le vieran.
Pedaleó sin rumbo, por caminos solitarios, preocupado sólo de dejar tierra de por medio. Su sentido de la orientación no era muy bueno, por lo que volvió dos veces a su casa. Pero al fin, en uno de sus desvaríos ciclísticos, llegó a Higuera de las Dueñas. Un momento… ¿no se iba por allí al pueblo de sus abuelos? ¡Sí! Reconocía aquel paisaje, y aquella carretera llena de bultos.
Se decidió. Sus abuelos le podrían ocultar un tiempo, hasta que atravesara la frontera con Pelahustán al menos. Pedaleó con fuerza. Por la carretera se avanzaba rápido, pero tenía que ocultarse cada vez que escuchaba acercarse un coche. Si no le daba tiempo, simplemente hacía la estatua. Tras una infinidad de curvas y cuestas, divisó el cartel de desvío: “Almendral de la Cañada”. Y por fin, sudando y con calambres en las piernas, llegó a la casa de sus abuelos. Estaban sentados fuera, cotilleando con los vecinos, que si se ha muerto no sé quién, que si tal se ha encamado con cual… Cuando le vieron, el abuelo Indalecio cayó de rodillas creyendo que era un fantasma.
- ¡Mi nieto! ¿Por qué, Dios mío? Era torpe y atolondrado, pero ¿por qué te lo has llevado a él, habiendo viejos como yo?
- Abuelo.
- ¿Qué mensaje me traes del más allá?
- Que me voy a Argentina, que si me dejas dinero para el coche de línea.
El abuelo se preguntó por qué no iba volando con sus alas de ángel, y entonces cayó en la bici y en lo sudado que venía el niño.
- ¿Ya no dan alas en el cielo? Sí que está mal la cosa…
- Abuelo, soy yo. Me he escapado de casa, me persigue la guardia civil. Quieren meterme en la cárcel. Tengo que huir.
El abuelo se recompuso. Largó a los vecinos con viento fresco, entró en la casa y salió con todo el dinero que tenía, tres billetes de mil pesetas y unas monedas. La abuela ya le había traído un vaso de leche y unas magdalenas.
- Yo también estuve en el exilio –dijo entregándole el dinero-. Pasé tres días en La Iglesuela tras pegar un estacazo al papanatas del alcalde. Sé lo que es eso. Estar solo, lejos de tu hogar, sin esperanza de volver a ver a tus seres queridos… Es duro. Así es que, antes de marcharte, cuéntame la historia. Quizá haya otra solución.
Sebas le contó lo que había sucedido. El abuelo asentía. Romper la vidriera de una iglesia era algo muy serio. No sólo porque costaban un ojo de la cara, sino por el simbolismo. O algo así.
- ¿Y no tienes ni idea de quién ha podido ser? –le preguntó.
Sebas detuvo su perorata. No lo había pensado. ¿Quién era lo suficientemente canalla para hacer tal gamberrada y cargársela a él? Entonces le vino como otro bofetón la imagen de Rickie, el primo tartaja del Clan de los Desdentados, que buscaba venganza desde que se partió los paletos jugando con él. ¡Se habían cruzado aquella mañana! ¡Delante de la iglesia! Iba paseando a su perro, Barón, al que todos llamaban Babón.
- Abuelo, ya sé quién ha sido. Un granuja cobarde gallina capitán de las sardinas. Pero ¿cómo demostrarlo?
El niño vio cómo las facciones de su abuelo se iban transformando hasta convertirse en una máscara de fría furia.