jueves, 6 de septiembre de 2012


LIBROS CON OLOR vs LIBROS CON SABOR


Anoche ocurrió algo extraño. Estaba leyendo un libro a mis hijos, tumbado en su cama (qué cómoda es, qué codazos me tienen que dar para que abra los ojos y termine el capítulo), cuando de pronto me di cuenta de que ¡una lágrima estaba rodando por mi mejilla! Charlie acababa de encontrar un billete dorado de la fábrica de chocolate Wonka y proponía a sus padres venderlo para comprar comida.

Y entonces me vi rodeado de un halo de luz brillante y una música celestial (un sexteto para xilófono, trompisón y maracas), y tuve una revelación: ¡tenía sentimientos! No era como el hombre de hojalata de Oz. Entonces ¿por qué ninguno de los libros infantiles que había leído a mis hijos me había producido emoción alguna? Ni risa, ni suspense, ni pena, ni miedo, ni nada de nada.

Miré el montón que se apilaba en la mesilla de noche: un murciélago escritor, sus tres hermanas, una niña con un libro de magia, un ratón madurito, un niño superhéroe… Dibujos a todo color, portadas con brillantina, letras con formas extrañas, ¡hasta olores! Solo les faltaba una cosa: sabor. ¡Eran sosos! Miré entonces el ebook que tenía en la mano: solo palabras.

Y entonces comprendí la magia tan poderosa que solo poseen algunos alquimistas de las letras, que combinando 27 signos en fórmulas mágicas, pueden provocar (a distancia) que una persona se sienta triste, o alegre, o enfadada, o asustada, o valiente, o sorprendida, ¡o hambrienta!

Mis libros solo mirarán de lejos a los de Roald Dahl o Astrid Lindgren, hechiceros de nivel 10, pero si (cuando nadie os vea) sacáis la lengua y probáis una página, veréis que ¡sabe a pimienta y regaliz!

martes, 24 de abril de 2012

Sebas 6 - Exiliado

SEBAS 6 - EXILIADO

Este es el capítulo 6 de "Sebas en Sotillo", artículo que nunca llegó a ser publicado en El Periódico del Tiétar, por problemas de... de... ¡y yo qué sé!

- ¡DING-DONG! –sonó el timbre de la puerta. La madre de Sebas dio un respingo y soltó un sonoro ronquido. La habían pillado en plena siesta de sillón. Cuando abrió la puerta, aún medio dormida, y vio delante de ella a dos guardias civiles de uniforme, soltó un ronquido aún mayor y se dio contra el marco.
- Buenas tardes, señora –saludó Ruiz llevándose una mano a la gorra-. Nos gustaría hablar con usted.
- Pasen, pasen –respondió ella abriéndoles paso hacia el salón- ¿Qué ha sucedido, por Dios?
Sebas, que estaba arriba en su cuarto leyendo un tebeo de Superlópez, aguzó el oído.
- ¿Reconoce usted esto? –disparó Ortiz a bocajarro, y le mostró una cantimplora de aluminio abollada cubierta con fieltro verde. Sobre él, escritas a bolígrafo, se leían las siguientes iniciales: “S.G.M.”
- Parece la cantimplora de Sebas –respondió la mujer, sin comprender- ¿Dónde la han encontrado?
- En la iglesia.
- Vaya, me ha salido beato.
- No precisamente. ¿Dónde ha pasado la noche su hijo?
- Pues… con un amigo… un tal Bonito…
- Atún.
- Eso, Atún. Me dijo que se iban de acampada, por las Presillas para arriba…
Ruiz y Ortiz intercambiaron una mirada de suficiencia, como diciendo “pobre mujer, no se entera de nada”.
- Señora, parece que no estuvieron en las Presillas, sino haciendo pillerías. Esta cantimplora no entró a la iglesia por la puerta. Atravesó la vidriera. Algún gamberro la utilizó para destrozarla. Y ese mismo gamberro tendrá que pagar las consecuencias. Que pueden ser graves.
Sebas se levantó como un resorte ¡Su cantimplora! Abrió la mochila que había llevado a su excursión nocturna al castillo de La Adrada. Todavía estaba tal cual la había traído, ocupado en el estudio del vuelo de las moscas no había tenido tiempo de recogerla. Revolvió su contenido, lo volcó sobre la cama y ¡maldición! La cantimplora no estaba. Entonces le vino a la mente como un bofetón la imagen del Topo aquella mañana, ya de vuelta en Sotillo, echando un trago de ella, retrasándose un momento para ajustar por enésima vez el tornillo de sus gafotas… Y nada más. ¡Se habían dejado la cantimplora en las escaleras de la iglesia! Y alguien la había utilizado para cargarse la vidriera.
¿Cómo iba a demostrar que no había sido él? Sólo tenía su cara de bueno, que con el pelo revuelto y las manchas de tomate frito de los espaguetis, no quedaba nada convincente. Además ya tenía antecedentes con Ruiz y Ortiz, de la vez que se coló con el Topo en el circo de Sotillo. Y con la fama que tenía el Atún… Con otro bofetón, le llegaron imágenes de su tierno cuerpecito picando piedra entre los muros de un penal, rodeado de delincuentes de la peor calaña y condición…
¡Tenía que huir! No había otra solución. Enviaría a sus padres una carta desde Argentina, diciéndoles que estaba bien y que había emprendido una nueva vida.
Con lágrimas en los ojos, se echó de nuevo la mochila al hombro y se descolgó por la encina que había junto a su ventana. Afortunadamente tenía la bici en la parte de atrás y pudo cogerla sin que le vieran.
Pedaleó sin rumbo, por caminos solitarios, preocupado sólo de dejar tierra de por medio. Su sentido de la orientación no era muy bueno, por lo que volvió dos veces a su casa. Pero al fin, en uno de sus desvaríos ciclísticos, llegó a Higuera de las Dueñas. Un momento… ¿no se iba por allí al pueblo de sus abuelos? ¡Sí! Reconocía aquel paisaje, y aquella carretera llena de bultos.
Se decidió. Sus abuelos le podrían ocultar un tiempo, hasta que atravesara la frontera con Pelahustán al menos. Pedaleó con fuerza. Por la carretera se avanzaba rápido, pero tenía que ocultarse cada vez que escuchaba acercarse un coche. Si no le daba tiempo, simplemente hacía la estatua. Tras una infinidad de curvas y cuestas, divisó el cartel de desvío: “Almendral de la Cañada”. Y por fin, sudando y con calambres en las piernas, llegó a la casa de sus abuelos. Estaban sentados fuera, cotilleando con los vecinos, que si se ha muerto no sé quién, que si tal se ha encamado con cual… Cuando le vieron, el abuelo Indalecio cayó de rodillas creyendo que era un fantasma.
- ¡Mi nieto! ¿Por qué, Dios mío? Era torpe y atolondrado, pero ¿por qué te lo has llevado a él, habiendo viejos como yo?
- Abuelo.
- ¿Qué mensaje me traes del más allá?
- Que me voy a Argentina, que si me dejas dinero para el coche de línea.
El abuelo se preguntó por qué no iba volando con sus alas de ángel, y entonces cayó en la bici y en lo sudado que venía el niño.
- ¿Ya no dan alas en el cielo? Sí que está mal la cosa…
- Abuelo, soy yo. Me he escapado de casa, me persigue la guardia civil. Quieren meterme en la cárcel. Tengo que huir.
El abuelo se recompuso. Largó a los vecinos con viento fresco, entró en la casa y salió con todo el dinero que tenía, tres billetes de mil pesetas y unas monedas. La abuela ya le había traído un vaso de leche y unas magdalenas.
- Yo también estuve en el exilio –dijo entregándole el dinero-. Pasé tres días en La Iglesuela tras pegar un estacazo al papanatas del alcalde. Sé lo que es eso. Estar solo, lejos de tu hogar, sin esperanza de volver a ver a tus seres queridos… Es duro. Así es que, antes de marcharte, cuéntame la historia. Quizá haya otra solución.
Sebas le contó lo que había sucedido. El abuelo asentía. Romper la vidriera de una iglesia era algo muy serio. No sólo porque costaban un ojo de la cara, sino por el simbolismo. O algo así.
- ¿Y no tienes ni idea de quién ha podido ser? –le preguntó.
Sebas detuvo su perorata. No lo había pensado. ¿Quién era lo suficientemente canalla para hacer tal gamberrada y cargársela a él? Entonces le vino como otro bofetón la imagen de Rickie, el primo tartaja del Clan de los Desdentados, que buscaba venganza desde que se partió los paletos jugando con él. ¡Se habían cruzado aquella mañana! ¡Delante de la iglesia! Iba paseando a su perro, Barón, al que todos llamaban Babón.
- Abuelo, ya sé quién ha sido. Un granuja cobarde gallina capitán de las sardinas. Pero ¿cómo demostrarlo?
El niño vio cómo las facciones de su abuelo se iban transformando hasta convertirse en una máscara de fría furia.
- Eso déjamelo a mí.

viernes, 20 de abril de 2012

Catherine y la telaraña

¡Cómo se enredan las cosas! Fijaos en esta historia, autobiográfica total aunque no he ahondado en detalles físicos como mi gran musculatura, por no aburrir. Atentos:

En algún momento del siglo XX, seguramente hace más de quince años (¡ay, Dios!), llegó a mis manos un libro muy gordo titulado "Curso de Navegación de Glenans". Al leerlo, fue tal el ansia de agarrar una escota entre las manos y notar en la cara el viento de ceñida, que me metí en la bañera con la ducha en la mano y la ventana abierta y me apunté a un curso de vela. Con mi mujer, por supuesto. Siempre me ha acompañado en mis tonterías (¿he dicho ya que no echo la lotería porque ya me tocó el cuatro de abril del 90?).
En aquel curso descubrí la vela, afición que desde entonces se ha quedado clavada en mi cabeza en forma de síndrome de abstinencia primaveral, y que no consigo superar hasta que no navego una o dos veces. Pero también comenzó a fraguarse algo más. Algo que la espesa telaraña de la existencia no se encargaría de sacar a la luz hasta otros diez (¡ay, Dios!) años más tarde.
Tras seis o siete cursos, conseguí un montón de amigos. Tres, en concreto. Esta historia trata de dos de ellos: uno se llama Juan Carlos y la otra Catherine, para más señas. Un matrimonio más o menos con nuestras mismas aficiones, él se dedicaba a traducir y ella a algo de libros. Suficiente para una amistad.
Recuerdo el primer curso y la fiesta de la última noche, en el campo. Recuerdo la empanada y el caldero de sangría. Pero sobre todo recuerdo cuando me la eché encima al oír una voz cristalina que de pronto se puso a cantar ¡En francés! Una canción marinera que acalló todas las risas y nos hizo mirar a las estrellas. La misma voz que sonó el día de mi boda...
Pero continuemos o perderé el hilo. Remontémonos a cuando yo tenía seis años y escribí mi primer cuento, mi flamante "El coche y el conejo"... o quizá sea mucho remontarse. ¿Puede que aquella redacción, a los doce años, en que don Ricardo me puso un cuatro porque, a pesar de tener "un estilo muy bueno" el tema no tenía nada que ver con lo que él había pedido? ¿O quizá aquellas hojas sueltas que rellenaba en COU para acallar los hormigueos poético-amorosos de la febril adolescencia?...
¡No lo sé! El caso es que, enredándome enredándome, me había ido haciendo escritor. Pues con esto y unas dosis de Los Cinco, El Señor de los Anillos y Harry Potter en el cuerpo, me puse a escribir un libro: "Primer verano en Tresaguas". Luego abrieron el centro comercial y pasó a "Primer verano en Piedras Verdes". Tardé poco en escribirlo, unos siete años, y cuando acabé me acordé de mi amiga Catherine, que trabajaba en "algo de libros". Seguro que ella tendría algún consejo. Entonces tuvimos por mail uno de los diálogos más entrañables que recuerdo:
- Estimada Catherine, tengo un manuscrito, ¿qué puedo hacer con él?
- ¡Zopenco! Soy agente literaria. Mándamelo y veremos si se puede salvar algo de las brasas.
Sus ánimos y su buen humor me llegaron al alma. ¡Resulta que Catherine era agente literaria! A eso se refería cuando intentaba explicarse torpemente entre virada y virada... Sentí cómo me iba enredando más y más en las hebras de la telaraña. El avieso destino estaba en medio de todo aquello, no había duda.
Aquello fue en el 2008. Pasaron otros cuatro años (¡ay, Diooos!), escribí otro libro y todo, cuando el otro día (17 de abril de 2012, quede para la posteridad), en el trabajo, suena el teléfono:
- ¿Diga?
- Hola... soy Catherine.
- ¿Catherine? ¿Qué demo... qué se te ofrece, corazón?
- Tengo una revelación. Dios existe... ¡alguien quiere publicar tus libros! ¡Los dos! La editorial Planeta... bla... bla...
El mundo se me desdibujó ante los ojos. Sentí cómo todo me daba vueltas y desperté babeando y con un chichón como un balón de rugby. Pero con una sonrisa de oreja a oreja.
Después de tantos años y de tantas hebras de la telaraña recorridas ¡aquí está! ¡Que me van a publicar! Lo malo es que ahora me tocará llamar a Catherine y decirle:
- Se nos quedó la conversación a medias ¿Y ahora qué?
- ¡Zopenco! Ven a firmar el contrato ¿o es que ahora vas a andar con remilgos! ¡Espabila!

Ayyyyy, creo que nunca le agradeceré lo bastante a esta chica la dedicación que me ha regalado. Sin ella nunca habría podido ni aún el destino hacer nada por mí.

Esta entrada va por ti, Cat.

Besos

viernes, 30 de marzo de 2012

El Club de los Aventureros - Portada

Chicos/as, necesito vuestra ayuda!
Estoy a puntito de publicar un libro en una página web de esas de autoedición, para que os lo podáis descargar si queréis, o imprimirlo en papel incluso. Y necesito diseñar la portada.
Para que os pongáis en situación, es un libro infantil / juvenil con mucho cachondeo, no valen portadas demasiado serias!
Os propongo algunas que me he hecho en power point (en plan profesional, jajajjja), para que me digáis cual os gusta más. Y si tenéis alguna idea nueva o diferente, o algún comentario del tipo "esto quedaría mejor así o asá" o lo que sea, os agradeceré me lo hagáis llegar. Las líneas discontinuas son márgenes de seguridad, es decir, que hasta ahí puede que llegue la guillotina de la imprenta.

Gracias gracias gracias gracias gracias!



lunes, 27 de febrero de 2012

Sebas 5 - El Fantasma (segunda parte)

EL FANTASMA – Segunda parte

Cuando Sebas llegó a El Teso con su bicicleta, el Topo ya estaba esperando. Sebas bajó de la bici y se quitó la mochila intentando parecer despreocupado. Al soltarla en el suelo sonó un ¡CLONC! Iba cargada con todo lo que se le había ocurrido que podría necesitar un trío de cazafantasmas: linterna, navaja, cuerda, cantimplora, saco de dormir, bocadillo de tortilla y una bolsa de cortezas de cerdo. Ah, y un crucifijo que ponía “Recuerdo de Calatrava”.
- ¿Qué pasa, tío? –saludó- ¿Por dónde vamos a ir a La Adrada, por la carretera?
- Nones. No me gusta ir junto a los coches. Iremos por el Canto de los Pollitos y rodearemos el cerro de la atalaya.
- ¿Y el Atún?
- Tarde, como siempre. ¿O será que le ha entrado el cague?...
En esto llegó el Atún en una BH destartalada, con su saco de dormir aplastado en el transportín.
- ¡Vamos, niñatas! ¡A la aventura!
Cogieron un camino ancho de tierra por el que de vez en cuando pasaba algún coche, pero al instante este empezó a bifurcarse en otros más pequeños y con más piedras, y se quedaron solos. Pedalearon un buen rato bajo los pinos, hasta que llegaron a las primeras calles de La Adrada. Pasaron junto al instituto y ascendieron la cuesta hasta el castillo en ruinas. Un gran paredón todavía se mantenía en pie, con los restos de una bóveda. Aquello debía ser la capilla. Alrededor había piedras diseminadas aquí y allá, y bastantes agujeros.
- ¿Topos gigantes?
- Buscadores de tesoros. Una vez vi a uno presumiendo de haber encontrado una vasija antigua y un par de doblones de oro. Aunque yo leí en la vasija “Made in Sartajada”, y en los doblones salía la cara de un rey que era clavadito a Franco.
- Bueno, ¿dónde nos instalamos? –preguntó el Topo pensando ya en el bocadillo de chorizo frito que le había hecho su madre.
- Aquí, en la capilla –respondió el Atún mirándole desafiante.
- Pues vale –respondió el Topo manteniéndole la mirada y rompiendo el papel de plata.
Sebas no las tenía todas consigo. La luz del sol se estaba yendo, y con ella cualquier parecido a una excursión campestre. Mientras compartían sus bocadillos y las cortezas, se preguntaba si no estarían cometiendo una gran estupidez.
- “Con lo bien que estaríamos echando un futbolín en el Dos de Mayo” –pensó.
El Atún y el Topo continuaron hablando en tono bravucón, cada cual narrando hazañas más gordas e increíbles, hasta que se les ocurrió la genial idea de contar historias de miedo.
- Esto ocurrió de verdad –dijo el Atún muy serio-. Me lo contó un jefe de boy-scouts, que estuvo en aquella desgraciada acampada. Fue cerca de La Nieta, en Piedralaves, aunque nadie dice exactamente dónde, para que no se le ocurra a algún loco volver a repetir. Me contó que habían acabado de cenar y de hacer el fuego de campamento. Se metieron en las tiendas, dispuestos a dormir, cuando comenzaron a oír pasos fuera. Pensando que era algún zorro, salió un chico de la tienda para asustarle y que no se zampara la comida. Pero pasó un rato, y el chico no volvía. Le llamaron y nadie respondió. Empezaron a oírse de nuevo los pasos. Esta vez se asomaron dos chicos con linternas. Y tampoco volvieron. Los demás se apretujaron en sus sacos de dormir, creyendo que las tiendas de campaña les servirían de protección, pero tras un rato de oír pasos, desde la tienda del jefe scout se pusieron a llamar a los demás ¡y no quedaba nadie! En un arranque de valor, el jefe abrió la cremallera y salió pitando cuesta abajo. Corrió tanto que casi se pasó el pueblo. Del resto de los chicos nunca más se supo.
- Seguro que fue El Lobandrel –dijo El Topo.
- ¿E… El Lobandrel? –preguntó Sebas.
- Es un lobo gigante que ronda por estas sierras. La gente lista nunca sale de su casa cuando hay luna llena.
- Anda, hoy hay luna llena.
- Bueno, esto es una capilla y también un cementerio. Aquí estamos a salvo.
- Del Lobandrel sí, pero de las almas en pena…
A estas alturas Sebas tenía tales temblores en el cuerpo, que parecía que le habían conectado a corriente alterna.
De pronto, los grillos dejaron de cantar.
Sebas miró alrededor, temiendo lo que podría encontrar. Las sombras se habían vuelto oscuras como pozos. Y entonces, como nacido de ellas, apareció.
Una figura con ropajes antiguos, envuelta en niebla, avanzó hacia ellos con paso majestuoso. Sebas dio un brinco, pero los otros dos fueron más rápidos y ya se habían apretujado en la retaguardia, dejándole a él el honor de enfrentarse al espectro.
- ¿Qué hacéis aquí? –pronunció éste con una voz lóbrega como una tumba.
- Na… na… nada, señor –qué difícil es hablar sin saliva y con espasmos por todo el cuerpo.
- Debéis tener cuidado –dijo la aparición mirando al suelo, sin duda refiriéndose a las tumbas desparramadas por todo el lugar y que ellos estaban pisoteando sin respeto alguno.
- Sí… sí, señor.
- No seréis como el manco ¿no?
Ya no había duda. Era el mismo espíritu que había maldecido al malabarista manco amigo del Atún, haciéndole que se rompiera la espalda. No había salvación.
- El muy cochino me dejó tirado en uno de estos malditos hoyos.
- ¿C… cómo, señor?
- Sí –tosió-, llevaba yo toda la noche cantando en el concurso de rondas (por si no os habíais dado cuenta, soy del grupo folclórico Adrada Raíces y Puntas) cuando subí aquí a fumar un pito, como hoy –y exhaló una gran nube de humo a su alrededor-. Ya sé que casca la voz, pero chico… Me puse a charlar con él, le dije que no debería estar aquí habiendo unas actuaciones tan preciosas en la plaza, cuando de pronto me caí a uno de estos agujeros y me di tal coscorrón que perdí el sentido. Pues el muy cochino no fue capaz de ayudarme, ahí me dejó tirao. Cagüen su estampa…
Sebas, algo tranquilizado por el parecido del fantasma con su abuelo Indalecio tras media botella de vino, comenzó a atar cabos ¡Así que ese era el fantasma! El traje folclórico, el humo, la desaparición…
Miró a sus dos amigos, que se recomponían en un “si ya lo decía yo” y, sin parar de reír, se metió en el saco. El suelo estaba duro, pero nunca había dormido bajo un techo tan bonito.

jueves, 23 de febrero de 2012

Sebas 4 - El Fantasma (primera parte)

Tengo que publicar rápido otra entrada, mis padres se han enterado de que tengo un blog! jajajaja...

EL FANTASMA (primera parte)

- ¿Por qué te llaman Atún? –preguntó Sebas.
Este siguió hurgando con un palo entre las piedras, por donde acababa de desaparecer una lagartija.
- De pequeño me llamaban “Bonito” –respondió-. Luego crecí y me quedé en Atún.
El Topo había aparecido aquella tarde con ese chico alto y desgarbado, con una camiseta del Naranjito puesta del revés, no se sabía si en plan protesta o por simple despiste.
Les había contado que Ruiz y Ortiz, los guardias civiles, le estuvieron haciendo preguntas sobre el chamuscado coche de don Severo, del que él no sabía nada, hasta que llegó su madre (que tenía mucho poder en el pueblo por regentar el club Curvas Peligrosas) y se lo llevó a casa.
- ¡Algún día descubriré la verdad! –dijo el Atún alzando el puño apretado-, y al que haya sido…
¡PLAS! Golpeó en su mano abierta, con tal fuerza que a Sebas le dolieron los empastes. El Topo prefirió cambiar de tema.
- ¿Y cómo es la vida en el circo, tío?
La mirada del Atún se marchó hacia la lejanía, dándole un aire de cow-boy soñador. Antes de responder, emitió un profundo ronquido y escupió.
- La leche. En el circo conoces gente increíble. Gente de la que aprendes más en un día que en cien años de escuela.
Los otros apoyaron la mano en el mentón, dispuestos a escuchar.
- Empecé como ayudante del domador. ¡Qué tío! Yo creo que tenía superpoderes, ¡hablaba con los animales! Gruñía el león y me decía “Atún, tráele un cubo con agua, tiene sed”. Ronroneaba y decía “Atún, córtale las uñas”. Tuvo mala suerte, un día llegó un león nigeriano, con un acento muy cerrado. Le entendió “tengo algo en la garganta” cuando en realidad había dicho “tengo más hambre que Carpanta”… Fue una gran pérdida.
Sebas y el Topo abrieron mucho los ojos, con espanto total.
- Después estuvo con nosotros un malabarista vagabundo. Manejaba seis mazas ¡seis! subido en su monociclo. Y eso que era manco. Sólo los más grandes son capaces de eso.
- ¡Fiuuu!
- Hizo dos funciones con nosotros, lo recuerdo porque coincidió con el concurso de rondas de La Adrada. No había quien durmiera. Después se cayó del monociclo y se rompió la espalda.
El Atún bajó un poco la mirada, reflexionando quizá sobre lo caprichoso de la grandeza y el destino.
- ¿Y sabéis lo que me dijo cuando se lo llevaban inmovilizado en la camilla?
Sebas y el Topo se acercaron aún más, estirando sus cuellos como tortugas.
- Me dijo: “Sabía que no debía actuar aquí. Él me lo advirtió”.
- ¿”Él”? ¿Quién?
El Atún mantuvo el silencio un instante, evaluando si su audiencia podría resistir el impacto.
- El fantasma.
A pesar del calor sofocante que caía aquel verano sobre el valle del Tiétar, un escalofrío recorrió la espalda de Sebas.
- ¿Qué… qué fantasma?
- El del castillo.
- ¿El de La Adrada? –preguntó el Topo.
- El mismo. Nosotros estábamos acampados a sus pies, preparados para la función del día siguiente. Después de cenar siempre nos quedábamos charlando bajo las estrellas y jugando a las sillas. En esto se levantó el malabarista, a hacer aguas menores. Como tardaba, creímos que habían pasado a aguas mayores. Pero cuando volvió estaba blanco como el papel.
- Yo conocí a uno al que le dio un derrame cerebral, del esfuerzo –intervino el Topo.
- No, fue peor que eso. Tartamudeando, nos contó que se había acercado a las ruinas del castillo, a la parte de la antigua capilla. Y entonces…
- ¿Qué? ¿Qué?
- Una aparición. De entre las ruinas surgió la figura de un hombre. Llevaba ropas extrañas, como de otra época, y tenía una voz ronca, de ultratumba. El malabarista se quedó paralizado. La figura se dirigió a él como flotando, alargó la mano y le dijo: “No deberíais estar aquí”. Y al instante, desapareció.
Un violento temblor sacudió a Sebas, que disimuló haciendo un paso de Michael Jackson.
- Yo no me creo ni una palabra –dijo el Topo-. Siempre te estás inventando historias, Atún, como aquella vez que convenciste a todos de que don Severo era en realidad Concha Velasco. A mí no me la das.
- ¿Ah, sí? ¿No será que tienes miedo, caguica? Prefieres pensar que los fantasmas no existen.
- ¡Pues claro que no existen!
- Si es así, no te importará pasar una noche en el castillo ¿no?
- ¡Como si es una semana!
Se quedaron mirándose desafiantes. Sebas abrió la boca, intentando evitar lo que vendría a continuación, pero…
- ¿Esta noche?
- Esta noche. A las ocho en El Teso, con las bicis y el saco de dormir.
- Yo –empezó Sebas- no sé si mi madre me va a dejar dormir fuera de casa…
- Dile que vienes a dormir conmigo –sentenció el Atún-, con eso quedará tranquila.
Sebas pensó que su madre no conocía aún al Atún, pero que, en aquel caso, tanto mejor.

jueves, 16 de febrero de 2012

Sebas 3 - ¡Llega el circo!

¡LLEGA EL CIRCO!

Sebas apoyó un pie en el alféizar y con una mano se agarró a la rama más próxima. El primer paso era el más difícil, pero después, descolgarse por la encina hasta el suelo era pan comido. Desde su incidente con el Clan de los Desdentados, prefería utilizar esa salida para bajar a la calle. Aunque él no había hecho nada, por alguna razón sabía que le culpaban por la repentina pérdida de dientes de Rickie. Como decía su abuelo, “al que disfruta odiando, le sobran excusas”. Bueno, él en realidad utilizaba una palabra que empieza por j en lugar de “odiando”, pero así casi parece un proverbio chino ¿verdad?
El Topo le estaba esperando en la Fuente de Sotillo. Un pilón de piedra con cuatro caños, situado de espaldas a la carretera y que formaba un rinconcito de lo más agradable para sentarse y charlar. Traía algo en la mano.
- ¿Qué es eso? –preguntó Sebas.
- Mira –respondió el Topo alargándole un papel de colores brillantes.
- “Circo Plumbus. Los más grandes artistas de los más lejanos rincones del mundo. Animales salvajes, bellas bailarinas, arriesgados equilibristas y divertidos payasos. No se lo pierda. Única actuación, a las 18:00, junto a la Plaza de Toros de Sotillo de la Adrada. Entrada 15 euros”.
- Joé, ¿y de dónde saco yo 15 euros?
- Pues del mismo sitio que yo, ¿no te digo? No te preocupes por eso.
En ese preciso instante Sebas empezó a preocuparse. Pero a pesar de todo, acudió a la plaza de toros a las 17:50, según las indicaciones de su amigo.
- No hay que ser ansioso –le dijo éste-. El mejor momento es cuando está a punto de empezar, cuando todavía hay gente buscando sitio y los artistas están ocupados preparando sus números.
Dieron una vuelta al recinto, que estaba rodeado de vallas de obra y contenía las caravanas de los artistas y una carpa más bien pequeña. Divisaron a la señora que vendía las entradas, en la que seguramente se inspiraron docenas de cuentacuentos para describir a la bruja comeniños. De negro, con un moño apretadísimo, arrugada, con nariz ganchuda y ojos muy pintados y tan malvados que a punto estuvieron los chicos de renunciar a su aventura. Pero, al fin y al cabo, ¿para qué habían ido? Tras una observación concienzuda, localizaron “el punto débil”: un paso entre las traseras de dos caravanas y donde el faldón de la carpa había quedado flojo.
Aguardaron a que la gente comenzase a entrar y se dirigieron en formación de punta de flecha al lugar elegido. Encomendándose a San Crescencio, saltaron la valla. Atravesaron raudos la zona de caravanas y se asomaron con todo cuidado al interior de la carpa. Lo que creyeron que sería afluencia masiva de público no pasaba de una docena de personas, así es que era ahora o nunca. Se colaron por debajo del faldón y se dirigieron con naturalidad a sus asientos. Se situaron junto a una familia con la intención de pasar desapercibidos. Luego se dieron cuenta de que eran de raza negra y el efecto camuflaje sería menor, pero ya era tarde. Para más inri, acababa de entrar una pareja de la Guardia Civil, la misma que detuvo a Sebas y a su familia el “día de la mercromina”.
- Oh, no, Ruiz y Ortiz.
¡En ese momento comenzó el espectáculo!
El jefe de pista (un círculo enmoquetado no más grande que el salón de la casa de Sebas) anunció con grandes palabras a la señorita Paulina Estrabiscova, bailarina exótica y domadora de serpientes peligrosísimas. Los chicos se retreparon en sus asientos. La señorita Paulina salió de entre las cortinas. Estaba más bien escuchimizada y lucía un vestido al que le faltaban la mitad de las lentejuelas. Bailando una danza que Sebas estaba seguro de haber visto en un anuncio de Coca-Cola, se acercó a un cesto y sacó de él, no sin esfuerzo, una serpiente muy gorda que parecía dormida. Siguió bailando con ella sobre los hombros, resoplando y con prisas, como si se hubiese dejado el cocido en el fuego. Antes de que acabara la música, la mujer arrojó de nuevo la serpiente al cesto y saludó. El público tardó un poco, pero finalmente aplaudió.
El siguiente número fue el lanzador de cuchillos. La señorita Paulina fue atada a una tabla y soportó estoicamente cómo el jefe de pista, que se había quitado la chaqueta roja y el sombrero y se había puesto un chaleco de piel con flecos, clavaba a su alrededor unos cuchillos que parecían de latón.
Después llegó la magia. El jefe de pista, con chistera y capa esta vez, cortó a la señorita Paulina en varios trozos, y luego la recompuso, ante los sorprendidos ojos de los espectadores.
A continuación vinieron los payasos. El jefe de pista, con una nariz roja, zapatones y una gran porra, persiguió a un payaso más joven, dándole trompazos mientras tocaba una bocina.
De pronto el Topo dio un salto en su asiento.
- A ese le conozco yo –dijo, haciendo pensar a Sebas que sus gafas le daban el poder de la super-visión-. ¡Es el Atún!
- ¿El Atún? –dijo uno de los guardias civiles, que al parecer tenía super-oído. Y, haciendo una seña a su compañero, se situaron junto a la pista.
- ¿Quién es el Atún? –preguntó Sebas.
- Un pieza. Colega mío, claro. Hace unos meses le acusaron de quemar el coche del maestro. Yo estoy seguro de que no fue él, pero con la fama que tiene… Como cuando le echaron las culpas por envenenar a las ovejas del tío Segis con guindillas. Y tampoco fue él. Fui yo. ¡Quién iba a pensar que les sentaran tan mal! El caso es que el Atún se piró del pueblo. Nadie sabía qué había sido de él, y mira por dónde…
En ese momento, la bruja vendedora de entradas llego por detrás y les agarró por los hombros.
- ¿Y vuestra entrada?
- La hemos tirado.
- A vosotros sí que os voy a tirar, desde la torre de la iglesia, gamberros. ¡Que no respetáis a los artistas!
El jefe de pista-lanzador de cuchillos-mago-payaso captó la situación y se dirigió hacia ellos meneando el as de bastos. El Atún intentó hacer mutis a través de la cortina, pero Ortiz le cogió por la oreja. La bruja aflojó un momento la presa y Sebas y el Topo salieron pitando por el pasillo central, entre los aplausos de la gente, que creía que aquello formaba parte del espectáculo.
Aquella función fue largamente recordada, y el circo Plumbus se convirtió en el show de moda del verano en todo el valle. Un éxito sin precedentes. ¡Y eso que había perdido a una tercera parte de sus artistas!

martes, 14 de febrero de 2012

Sebas 2 - El Clan de los Desdentados

Ahí va otro capítulo de Sebas, que no pare! Os los voy a ir poniendo del tirón, y luego según los vaya sacando, ¿ok? Ah, ¿que sí? Vaaaale...

EL CLAN DE LOS DESDENTADOS

- ¡Sebaaas! ¡Martííín!
La voz de su madre ascendió por el hueco de la escalera como un cohete, pero los chicos no se apresuraron a contestar. Creo que se olían que aquel chupinazo terminaría en traca.
- ¡Sebaaas! ¡Martííín!
- ¡Quéééé!
- ¡Bajad corriendo!
- ¡Eso es muy peligroso, nos podemos caer!
- ¡Bajad ahora mismo o vais a saber lo que es peligroso!
En un segundo estaban abajo, descalzos y en calzoncillos.
- ¿Todavía estáis así? –preguntó su madre soltando un suspiro- Mirad, he conocido a esta vecina, que también es de Madrid, y que tiene un hijo de vuestra edad. Se llama Marcos.
Sebas y Martín saludaron al tal Marcos, que les devolvió una sonrisa burlona a la que le faltaban los dos dientes paletos. Sebas se tapó un poco los calzoncillos. Su madre se la había vuelto a liar, como aquella vez en que le abrió la puerta del baño a su mejor amigo mientras decía “pasa, pasa, Sebas está en el Trono”. Desde aquel día siempre echaba el cerrojo. Además, empezó a entender lo que les decía el cura de la parroquia de San Roque (al que Dios le había concedido el don de atizar los capones más mortíferos del mundo): “El cuarto y el quinto mandamiento los pusieron porque si no, quedarían pocos padres sobre la faz de la tierra”.
El caso es que después de desayunar quedaron con Marcos en el parque de Sotillo, un cuadrilátero alambrado con medio palmo de arena, unos columpios de hierro y un olivo en el centro. Marcos les presentó a sus primos: Pablo, gordito y con cara bonachona, y los gemelos más distintos del mundo: Rickie y Roge. El primero era pelirrojo y con pecas, y tartaja, y el segundo, moreno como una castaña, no sabía pronunciar la erre. Sebas se fijó en que a todos menos a Rickie les faltaban varios dientes. Y eso que ya eran mayorcitos.
- Ggguickie, ¿jugamos a un gguescate? –dijo Roge.
- Co… Co… Como queráis –contestó Rickie, consultando con la mirada a Marcos, que era el mayor de los primos y a todas luces el cabecilla del clan.
- Mejor al columpio chino –dijo éste, con una sonrisa maliciosa-. Yo doy.
El columpio chino consistía en una columna con una rueda en lo alto, de la que colgaban varias cadenas terminadas en anillas.
- Tú montas a la siguiente –le dijo Marcos a Pablo-. Estás demasiado gordo.
El resto se agarró con fuerza de las anillas. Marcos les guiñó el ojo a Rickie y Roge, y se pusieron a correr los tres a la vez.
- Eh, ¿no daba Marcos? –dijo Sebas a duras penas, mientras el columpio cogía una velocidad vertiginosa y él y Martín alcanzaban la horizontal.
Giraban y giraban, cada vez más rápido. Los dedos les dolían, pero si se soltaban saldrían volando y se pegarían el morrazo padre.
- ¡Sebaaaas! –gritó Martín.
- ¡Aguantaaa!
- ¡Adiós!
Y Martín salió despedido. Sebas vio por el rabillo del ojo cómo caía varios metros más allá. Los tres primos se partían de risa, mientras aceleraban aún más.
- Maldita sea –murmuró entre dientes, con los dedos a punto de desollarse.
Pero entonces ocurrió algo que le salvó. Iban tan deprisa, que Rickie tropezó y cayó de boca en la única piedra que asomaba entre la arena. Su hermano Roge le aterrizó encima.
- ¡Gguecontgga!
El columpio se detuvo, y Sebas aprovechó para soltarse. Rickie se puso a escupir, y vio cómo entre la mezcla de arena, babas y sangre, caían dos piezas blancas y relucientes. Acababa de entrar por la puerta grande en el Clan de los Desdentados. Sus primos se lo llevaron llorando, y Sebas y Martín se sentaron aliviados en el tronco del olivo.
Entonces escucharon una voz.
- ¡Qué coña habéis tenido!
Miraron hacia la copa, pensando por un momento si aquel árbol era mágico, y entonces vieron a un chico que descendía ágil como un mono. El tamaño de sus orejas les hizo dudar si no tendría en efecto más genes de simio de la cuenta, y llevaba unas gafas gordas como culos de vaso, que hacían sus ojos tres veces más grandes de lo normal.
- Hola, me llamo Tobías –se presentó, tendiéndoles una mano sucia y llena de heridas-, pero todos me llaman Topo.
- ¿Por qué? –preguntó Martín, que todavía era inocente para ciertas cosas. Sebas le dio un codazo, mientras le estrechaba la mano al chico.
- Yo soy Sebas, y este es mi hermano Martín. ¿Qué hacías ahí arriba?
- Me huelo los problemas a un kilómetro. Y esos tíos –dijo señalando con la cabeza en la dirección en la que se habían ido los cuatro primos- olían peor que un kilo de boñigas. ¿Nos piramos, no sea que vuelvan?
Tenía un acento claramente indígena. Era más feo que pegar a un padre, y no se puede decir que fuese muy valiente, pero al menos parecía de fiar. Así es que le siguieron.
Atravesaron un agujero en la alambrada y, saltando un cercado, se alejaron por mitad de un campo de higueras.
Sebas aún no sabía que aquel terreno era del Tío Gregorio, que tenía una escopeta de cartuchos de sal y muy mala leche. Y tampoco sabía que aquella mañana había conocido a uno de los mejores amigos que tendría en la vida.
Pero… ¿acaso alguien sabe estas cosas?



sábado, 11 de febrero de 2012

Sebas

Este es el primer artículo que me publicaron en El Periódico del Tiétar. Una historieta de chavales, pero no sólo para chavales. Desde que llegó a Sotillo de la Adrada, Sebas no ha parado de correr aventuras. Ya va por la séptima entrega. Si pasáis por algún pueblo del valle del Tiétar, pedid el periódico en cualquier tienda, es gratis (aunque a los articulistas nos pagan muy bien, jajajajja).
Espero que os guste.


EL CARNICERO DEL TIÉTAR

-          ¡Todos al coche!
-          ¿Dónde vamos?
-          A dar un paseo por el campo con los abuelos.
-          ¡Nooo, qué rollo!
-          ¿No será a coger poleo? –preguntó Sebas. Tenía un trauma especial con esa planta aromática y supuestamente tan saludable para el estómago. Había compartido con ella muchos viajes en coche (en los que Sebas solía vomitar) y, por algún raro mecanismo mental, oler el poleo le provocaba náuseas automáticamente.
-          No, no, tú tranquilo.
Así es que enlataron a los cuatro niños en el R-6 y se fueron a buscar a los abuelos. Estos vivían en Almendral de la Cañada, un pueblo remoto, oculto entre las montañas y protegido por una carretera llena de trampas. Era estrecha y con más curvas que las Tres Gracias, y no era raro cruzarse en una de ellas con el coche de línea que hacía la ruta Sartajada – Benidorm.
Sin embargo Braulio, el padre de Sebas, conducía por ella de noche o con lluvia (como en aquella ocasión en que atropellaron un mochuelo) charlando tranquilamente con su mujer mientras sorbía una horchata Chufi.
Por fin llegaron al pueblo y, tras recorrer un par de calles sin asfaltar, el coche se detuvo. El abuelo Indalecio y la abuela Catalina estaban a la puerta de su casa, sentados en sillas plegables y charlando con unos vecinos. Sebas había escuchado que con algunos se llevaban mal, un asunto muy feo de gallinas y gatos. Pero debían ser otros.
Los nietos perdidos recibieron sus correspondientes achuchones y, sin saber cómo, en un segundo se encontraron con un vaso de leche y un bizcocho en la mano. Cuando terminaron, el abuelo se echó al hombro una azada, un pico y un hacha. “Un paseo por el campo” en la jerga del Tiétar significa talar algún tronco podrido, limpiar de maleza una finca o recolectar patatas, uvas o aceitunas, según la época.
-          ¿Y cómo vamos a ir nosotros? –preguntó Sebas al ver que los abuelos se acomodaban en sus asientos.
-          Vosotros, en plan aventurero –respondió su padre-. En el maletero. Espero que no nos pillen los Ángeles de la Carretera.
Dicho y hecho. Sebas y Martín buscaron un hueco entre las afiladas herramientas y partieron emocionados. Aquella era una nueva perspectiva. Era curioso ver cómo la carretera iba apareciendo por debajo del coche, como una inmensa cinta que saliera de un telar. Varios kilómetros y unas cuantas docenas de curvas más adelante, se detuvieron bajo una encina y descendieron del coche. Su padre y su abuelo cogieron las herramientas y se dedicaron a desbrozar no sé qué terreno mientras su madre y su abuela cogían higos y ¡maldición!, también poleo. Los muchachos se entretuvieron subiéndose a los árboles y jugando al escondite.
Cuando comenzó a oscurecer, subieron de nuevo al coche. Sebas y Martín iban más apretados, compartiendo espacio con dos cubos de higos y un gran ramo de poleo. En cuanto su padre cerró el portón, Sebas sintió cómo sus tripas protestaban, pero se aguantó. No quería vomitar delante de sus abuelos, eso sólo lo hacían los bebés. Y no le apetecía escuchar la conocida cantinela de su madre: “siempre nos da el viaje, podía avisar, no gano para lavadoras…”.
Sin embargo, la carretera se lo iba a poner difícil. Era más revirada que una boa constrictor, y en un momento hizo que su estómago se pusiera a centrifugar. El calor asfixiante y una fuga gaseosa de su abuelo no ayudaron precisamente. Y lo que tenía que pasar, pasó. Sebas hundió la cabeza en el cubo de higos más cercano y echó el bizcocho, la leche, y los macarrones con chorizo de la comida. Su padre entonó una letanía en arameo y detuvo el coche. La escena fue memorable: que si tiro el cubo entero, que cómo vamos a tirar los higos, que si se lavan y ya está, que si este niño siempre liándola…
Total, que a los pocos minutos continuaban el viaje con el fatídico cubo envuelto en una bolsa y todos los ocupantes tapándose la nariz. Pero lo mejor estaba por llegar: a la salida de una curva se encontraron de morros con un coche de la Benemérita que estaba agazapado a la orilla del camino. Un amable sargento hizo una seña para que el padre de Sebas se detuviera. El agente se dirigió al coche con una sonrisa satisfecha, como el león que afila sus colmillos a la vista del ñu que acaban de abatir sus empleadas.
Sebas pensó deprisa. Era su ocasión para ganarse el perdón de sus padres. Si evitaba que les pusieran una multa, le considerarían un héroe y se olvidarían de la vomitona. Pero no había escapatoria, estaba prohibido llevar ocupantes en el maletero. Entonces tuvo una gran idea. Buscó el botiquín caducado que su padre llevaba siempre y le dijo a su hermano:
-          Martín, hazte el dormido y no te muevas pase lo que pase.
El guardia civil se apoyó en la ventanilla abierta de su padre.
-          Buenas tardes.
-          Bu… buenas tardes.
-          ¿Permiso de conducir, por favor?
-          Sí, cómo no.
-          Ummmm… huele raro ¿no? Como a bicho muerto. ¿Podría abrir el maletero, por favor?
-          Sólo llevo sandías de Lanzahíta.
-          Pues alguna se le ha podrido. Ábralo, que quiero verlas.
Braulio bajó del coche y se dirigió a la parte trasera, rezando. Poco podía imaginar lo que se iba a encontrar al abrir el portón.
-          ¡¡¡La virgen!!! –gritó el guardia civil mientras echaba mano de la pistola. Su compañero llegó corriendo.
Ante sus ojos había dos niños ensangrentados y aparentemente sin vida, y junto a ellos un hacha. Un olor pestilente les envolvió como una mortaja.
-          ¡¡¡Al suelo!!! –gritaron apuntando a Braulio con sus armas.
-          Pero… pero…
-          ¡Una panda de maniacos! ¡Asesinos en serie! ¡Carniceros!
-          ¿Dónde? –gritó el abuelo, asustado.
-          ¡Bajen todos ahora mismo! ¡Y las manos a la vista!
El jaleo que siguió fue tal, que los guardias ni siquiera se dieron cuenta de que los niños también habían salido y levantaban las manos como los demás. Costó casi media hora que entendieran que todo había sido una broma de los susodichos, que la sangre no era sangre, sino mercromina, y a pesar de ello les hicieron acompañarles al cuartelillo. Estuvieron allí hasta bien entrada la noche.
-          ¡Yo sólo quería ayudar! –repitió Sebas por decimoséptima vez- Que creyeran que íbamos de urgencias al hospital y por eso nos llevabais en el maletero.
Cuando por fin les dejaron salir, la abuela preparó huevos fritos con patatas para todos. Para todos menos para el padre de Sebas, al que el susto le había encogido el estómago. Menos mal que tenían poleo de sobra…

jueves, 9 de febrero de 2012

Pippi y yo

“En los confines de una pequeña ciudad sueca había un huerto exuberante, y en él una casita de campo. En esta casita vivía Pippi Langstrump, una niña de nueve años que estaba completamente sola en el mundo. No tenía padre ni madre, lo cual era una ventaja, pues así nadie la mandaba a la cama precisamente cuando más se estaba divirtiendo, ni la obligaba a tomar aceite de hígado de bacalao cuando le apetecían los caramelos de menta…”

Así empieza el libro más famoso de Astrid Lindgren, Pippi Langstrump. La niña que vivía en villa Villekulla, o villa Kunterbunt, como la llamaron en España. Era muy fuerte, capaz de levantar a su caballo, capaz de vencer en un pulso al capitán Efrain Langstrump y a setenta piratas. Tan fuerte que dejó una huella imborrable en la memoria de miles y miles de niños de todo el mundo.

¿Pues sabéis? Este verano estuve en esa pequeña ciudad sueca. Se llama Visby, y está en la isla de Gotland, en mitad del Báltico. Un lugar muuuy especial. Mágico, diría yo. La luz allí tiene algo… es dorada, como de primavera, o de atardecer… Yo a veces sueño en ese color.
¡Y estuve en villa Villekulla! ¡La auténtica! Y vi a Pippi, que ya ha crecido, por cierto. Ahí van unas fotos, para que la conozcáis también vosotros…

martes, 7 de febrero de 2012

Qué es Literatura

¿¿¿Que qué es la literatura??? ¡Y yo qué sé! Creo que me lo dijo un profesor en el instituto, pero solía ir a clase con una cinta de tenista en el pelo, así es que no es muy de fiar...

Pero si Cinco horas con Mario era literatura, supongo que un monólogo de Santi Millán también lo es, o una escena de La hora Chanante... Os pongo una que le gustaba a un amigo mío, que en paz descanse. No quiero decir que haya muerto, sólo le deseo que duerma bien por las noches.

lunes, 6 de febrero de 2012

Presentación

Hola, Universo, se abre un nuevo blog para frikis que flipen leyendo. Pero ojo, aquí viven los Bolsón y Mortadelo, el Sr. Allen y Astrid Lingren. Herodoto se mudó hace un tiempo.
Abstenerse gente culta!