LIBROS CON OLOR vs LIBROS CON SABOR
Anoche ocurrió algo extraño.
Estaba leyendo un libro a mis hijos, tumbado en su cama (qué cómoda es, qué
codazos me tienen que dar para que abra los ojos y termine el capítulo), cuando de pronto
me di cuenta de que ¡una lágrima estaba rodando por mi mejilla! Charlie acababa
de encontrar un billete dorado de la fábrica de chocolate Wonka y proponía a sus padres venderlo para comprar
comida.
Y entonces me vi rodeado de un
halo de luz brillante y una música celestial (un sexteto para xilófono,
trompisón y maracas), y tuve una revelación: ¡tenía sentimientos! No era como
el hombre de hojalata de Oz. Entonces ¿por qué ninguno de los libros infantiles
que había leído a mis hijos me había producido emoción alguna? Ni risa, ni
suspense, ni pena, ni miedo, ni nada de nada.
Miré el montón que se apilaba en
la mesilla de noche: un murciélago escritor, sus tres hermanas, una niña con un
libro de magia, un ratón madurito, un niño superhéroe… Dibujos a todo color,
portadas con brillantina, letras con formas extrañas, ¡hasta olores! Solo les
faltaba una cosa: sabor. ¡Eran sosos! Miré entonces el ebook que tenía en la
mano: solo palabras.
Y entonces comprendí la magia tan
poderosa que solo poseen algunos alquimistas de las letras, que combinando 27
signos en fórmulas mágicas, pueden provocar (a distancia) que una persona se
sienta triste, o alegre, o enfadada, o asustada, o valiente, o sorprendida, ¡o
hambrienta!
Mis libros solo mirarán de lejos
a los de Roald Dahl o Astrid Lindgren, hechiceros de nivel 10, pero si (cuando
nadie os vea) sacáis la lengua y probáis una página, veréis que ¡sabe a pimienta
y regaliz!