martes, 24 de abril de 2012

Sebas 6 - Exiliado

SEBAS 6 - EXILIADO

Este es el capítulo 6 de "Sebas en Sotillo", artículo que nunca llegó a ser publicado en El Periódico del Tiétar, por problemas de... de... ¡y yo qué sé!

- ¡DING-DONG! –sonó el timbre de la puerta. La madre de Sebas dio un respingo y soltó un sonoro ronquido. La habían pillado en plena siesta de sillón. Cuando abrió la puerta, aún medio dormida, y vio delante de ella a dos guardias civiles de uniforme, soltó un ronquido aún mayor y se dio contra el marco.
- Buenas tardes, señora –saludó Ruiz llevándose una mano a la gorra-. Nos gustaría hablar con usted.
- Pasen, pasen –respondió ella abriéndoles paso hacia el salón- ¿Qué ha sucedido, por Dios?
Sebas, que estaba arriba en su cuarto leyendo un tebeo de Superlópez, aguzó el oído.
- ¿Reconoce usted esto? –disparó Ortiz a bocajarro, y le mostró una cantimplora de aluminio abollada cubierta con fieltro verde. Sobre él, escritas a bolígrafo, se leían las siguientes iniciales: “S.G.M.”
- Parece la cantimplora de Sebas –respondió la mujer, sin comprender- ¿Dónde la han encontrado?
- En la iglesia.
- Vaya, me ha salido beato.
- No precisamente. ¿Dónde ha pasado la noche su hijo?
- Pues… con un amigo… un tal Bonito…
- Atún.
- Eso, Atún. Me dijo que se iban de acampada, por las Presillas para arriba…
Ruiz y Ortiz intercambiaron una mirada de suficiencia, como diciendo “pobre mujer, no se entera de nada”.
- Señora, parece que no estuvieron en las Presillas, sino haciendo pillerías. Esta cantimplora no entró a la iglesia por la puerta. Atravesó la vidriera. Algún gamberro la utilizó para destrozarla. Y ese mismo gamberro tendrá que pagar las consecuencias. Que pueden ser graves.
Sebas se levantó como un resorte ¡Su cantimplora! Abrió la mochila que había llevado a su excursión nocturna al castillo de La Adrada. Todavía estaba tal cual la había traído, ocupado en el estudio del vuelo de las moscas no había tenido tiempo de recogerla. Revolvió su contenido, lo volcó sobre la cama y ¡maldición! La cantimplora no estaba. Entonces le vino a la mente como un bofetón la imagen del Topo aquella mañana, ya de vuelta en Sotillo, echando un trago de ella, retrasándose un momento para ajustar por enésima vez el tornillo de sus gafotas… Y nada más. ¡Se habían dejado la cantimplora en las escaleras de la iglesia! Y alguien la había utilizado para cargarse la vidriera.
¿Cómo iba a demostrar que no había sido él? Sólo tenía su cara de bueno, que con el pelo revuelto y las manchas de tomate frito de los espaguetis, no quedaba nada convincente. Además ya tenía antecedentes con Ruiz y Ortiz, de la vez que se coló con el Topo en el circo de Sotillo. Y con la fama que tenía el Atún… Con otro bofetón, le llegaron imágenes de su tierno cuerpecito picando piedra entre los muros de un penal, rodeado de delincuentes de la peor calaña y condición…
¡Tenía que huir! No había otra solución. Enviaría a sus padres una carta desde Argentina, diciéndoles que estaba bien y que había emprendido una nueva vida.
Con lágrimas en los ojos, se echó de nuevo la mochila al hombro y se descolgó por la encina que había junto a su ventana. Afortunadamente tenía la bici en la parte de atrás y pudo cogerla sin que le vieran.
Pedaleó sin rumbo, por caminos solitarios, preocupado sólo de dejar tierra de por medio. Su sentido de la orientación no era muy bueno, por lo que volvió dos veces a su casa. Pero al fin, en uno de sus desvaríos ciclísticos, llegó a Higuera de las Dueñas. Un momento… ¿no se iba por allí al pueblo de sus abuelos? ¡Sí! Reconocía aquel paisaje, y aquella carretera llena de bultos.
Se decidió. Sus abuelos le podrían ocultar un tiempo, hasta que atravesara la frontera con Pelahustán al menos. Pedaleó con fuerza. Por la carretera se avanzaba rápido, pero tenía que ocultarse cada vez que escuchaba acercarse un coche. Si no le daba tiempo, simplemente hacía la estatua. Tras una infinidad de curvas y cuestas, divisó el cartel de desvío: “Almendral de la Cañada”. Y por fin, sudando y con calambres en las piernas, llegó a la casa de sus abuelos. Estaban sentados fuera, cotilleando con los vecinos, que si se ha muerto no sé quién, que si tal se ha encamado con cual… Cuando le vieron, el abuelo Indalecio cayó de rodillas creyendo que era un fantasma.
- ¡Mi nieto! ¿Por qué, Dios mío? Era torpe y atolondrado, pero ¿por qué te lo has llevado a él, habiendo viejos como yo?
- Abuelo.
- ¿Qué mensaje me traes del más allá?
- Que me voy a Argentina, que si me dejas dinero para el coche de línea.
El abuelo se preguntó por qué no iba volando con sus alas de ángel, y entonces cayó en la bici y en lo sudado que venía el niño.
- ¿Ya no dan alas en el cielo? Sí que está mal la cosa…
- Abuelo, soy yo. Me he escapado de casa, me persigue la guardia civil. Quieren meterme en la cárcel. Tengo que huir.
El abuelo se recompuso. Largó a los vecinos con viento fresco, entró en la casa y salió con todo el dinero que tenía, tres billetes de mil pesetas y unas monedas. La abuela ya le había traído un vaso de leche y unas magdalenas.
- Yo también estuve en el exilio –dijo entregándole el dinero-. Pasé tres días en La Iglesuela tras pegar un estacazo al papanatas del alcalde. Sé lo que es eso. Estar solo, lejos de tu hogar, sin esperanza de volver a ver a tus seres queridos… Es duro. Así es que, antes de marcharte, cuéntame la historia. Quizá haya otra solución.
Sebas le contó lo que había sucedido. El abuelo asentía. Romper la vidriera de una iglesia era algo muy serio. No sólo porque costaban un ojo de la cara, sino por el simbolismo. O algo así.
- ¿Y no tienes ni idea de quién ha podido ser? –le preguntó.
Sebas detuvo su perorata. No lo había pensado. ¿Quién era lo suficientemente canalla para hacer tal gamberrada y cargársela a él? Entonces le vino como otro bofetón la imagen de Rickie, el primo tartaja del Clan de los Desdentados, que buscaba venganza desde que se partió los paletos jugando con él. ¡Se habían cruzado aquella mañana! ¡Delante de la iglesia! Iba paseando a su perro, Barón, al que todos llamaban Babón.
- Abuelo, ya sé quién ha sido. Un granuja cobarde gallina capitán de las sardinas. Pero ¿cómo demostrarlo?
El niño vio cómo las facciones de su abuelo se iban transformando hasta convertirse en una máscara de fría furia.
- Eso déjamelo a mí.

viernes, 20 de abril de 2012

Catherine y la telaraña

¡Cómo se enredan las cosas! Fijaos en esta historia, autobiográfica total aunque no he ahondado en detalles físicos como mi gran musculatura, por no aburrir. Atentos:

En algún momento del siglo XX, seguramente hace más de quince años (¡ay, Dios!), llegó a mis manos un libro muy gordo titulado "Curso de Navegación de Glenans". Al leerlo, fue tal el ansia de agarrar una escota entre las manos y notar en la cara el viento de ceñida, que me metí en la bañera con la ducha en la mano y la ventana abierta y me apunté a un curso de vela. Con mi mujer, por supuesto. Siempre me ha acompañado en mis tonterías (¿he dicho ya que no echo la lotería porque ya me tocó el cuatro de abril del 90?).
En aquel curso descubrí la vela, afición que desde entonces se ha quedado clavada en mi cabeza en forma de síndrome de abstinencia primaveral, y que no consigo superar hasta que no navego una o dos veces. Pero también comenzó a fraguarse algo más. Algo que la espesa telaraña de la existencia no se encargaría de sacar a la luz hasta otros diez (¡ay, Dios!) años más tarde.
Tras seis o siete cursos, conseguí un montón de amigos. Tres, en concreto. Esta historia trata de dos de ellos: uno se llama Juan Carlos y la otra Catherine, para más señas. Un matrimonio más o menos con nuestras mismas aficiones, él se dedicaba a traducir y ella a algo de libros. Suficiente para una amistad.
Recuerdo el primer curso y la fiesta de la última noche, en el campo. Recuerdo la empanada y el caldero de sangría. Pero sobre todo recuerdo cuando me la eché encima al oír una voz cristalina que de pronto se puso a cantar ¡En francés! Una canción marinera que acalló todas las risas y nos hizo mirar a las estrellas. La misma voz que sonó el día de mi boda...
Pero continuemos o perderé el hilo. Remontémonos a cuando yo tenía seis años y escribí mi primer cuento, mi flamante "El coche y el conejo"... o quizá sea mucho remontarse. ¿Puede que aquella redacción, a los doce años, en que don Ricardo me puso un cuatro porque, a pesar de tener "un estilo muy bueno" el tema no tenía nada que ver con lo que él había pedido? ¿O quizá aquellas hojas sueltas que rellenaba en COU para acallar los hormigueos poético-amorosos de la febril adolescencia?...
¡No lo sé! El caso es que, enredándome enredándome, me había ido haciendo escritor. Pues con esto y unas dosis de Los Cinco, El Señor de los Anillos y Harry Potter en el cuerpo, me puse a escribir un libro: "Primer verano en Tresaguas". Luego abrieron el centro comercial y pasó a "Primer verano en Piedras Verdes". Tardé poco en escribirlo, unos siete años, y cuando acabé me acordé de mi amiga Catherine, que trabajaba en "algo de libros". Seguro que ella tendría algún consejo. Entonces tuvimos por mail uno de los diálogos más entrañables que recuerdo:
- Estimada Catherine, tengo un manuscrito, ¿qué puedo hacer con él?
- ¡Zopenco! Soy agente literaria. Mándamelo y veremos si se puede salvar algo de las brasas.
Sus ánimos y su buen humor me llegaron al alma. ¡Resulta que Catherine era agente literaria! A eso se refería cuando intentaba explicarse torpemente entre virada y virada... Sentí cómo me iba enredando más y más en las hebras de la telaraña. El avieso destino estaba en medio de todo aquello, no había duda.
Aquello fue en el 2008. Pasaron otros cuatro años (¡ay, Diooos!), escribí otro libro y todo, cuando el otro día (17 de abril de 2012, quede para la posteridad), en el trabajo, suena el teléfono:
- ¿Diga?
- Hola... soy Catherine.
- ¿Catherine? ¿Qué demo... qué se te ofrece, corazón?
- Tengo una revelación. Dios existe... ¡alguien quiere publicar tus libros! ¡Los dos! La editorial Planeta... bla... bla...
El mundo se me desdibujó ante los ojos. Sentí cómo todo me daba vueltas y desperté babeando y con un chichón como un balón de rugby. Pero con una sonrisa de oreja a oreja.
Después de tantos años y de tantas hebras de la telaraña recorridas ¡aquí está! ¡Que me van a publicar! Lo malo es que ahora me tocará llamar a Catherine y decirle:
- Se nos quedó la conversación a medias ¿Y ahora qué?
- ¡Zopenco! Ven a firmar el contrato ¿o es que ahora vas a andar con remilgos! ¡Espabila!

Ayyyyy, creo que nunca le agradeceré lo bastante a esta chica la dedicación que me ha regalado. Sin ella nunca habría podido ni aún el destino hacer nada por mí.

Esta entrada va por ti, Cat.

Besos